miércoles, 9 de mayo de 2007

DE LO ESPIRITUAL EN EL AIRE

EDITADO EN EL CATÁLOGO DE LA EXPOSICIÓN. HORNO, PAMPLONA

Siempre que la mirada se detiene instintivamente en una obra de arte establece una relación inmediata y automática con la mente, exactamente con la parte de ésta donde habita la memoria, intentando justificar y confirmar que tal nueva obra mantiene una serie de vínculos con el pasado, con la historia del arte o del pensamiento, que hace plausible su propia presencia, su existencia. En ocasiones, cuanto más nos cautiva, cuanto más nos sorprende, más necesidad tiene el pensamiento de encontrar o recuperar indicios que contribuyan a contextualizarla, para así comprenderla mejor y aprobar su razón de ser. La mente y la mirada, algo así como la piel y la médula o la memoria y las sensaciones, constituye al propio artista pero también al espectador que siempre se ve obligado a contribuir con su interpretación, a encontrar diferentes maneras de concluir la propia obra. Hay en estas relaciones un proceso de retroalimentación permanente a tres bandas que genera nuevas obras, nuevas reflexiones y también posibilita la maduración del proceso creativo, de los aspectos críticos e incluso de la mirada y la capacidad de observación.

La obra de Joan Cortés tiene ese tipo de cualidades necesarias para perturbar el pensamiento mientras se para la mirada. Especialmente su obra obliga a la memoria a buscar claves que la justifiquen porque en las referencias próximas no existen parámetros donde se pueda relacionar su estilo, método, maneras y estética. Quizás sería plausible encontrarlas distanciándonos de la cultura occidental, del pensamiento escolástico o renacentista para buscar claves del pensamiento oriental y así poder extender una obra que es más poesía que arquitectura, más efímera que duradera, más espiritual que material y más esencia que representación.

La obra creada para el Polvorín de Pamplona es una pieza que recuerda las intenciones góticas, de no ser por los arcos de medio punto. Su elegancia, su vocación por acercarse a la luz, por elevar sus medidas terrenales para alcanzar el techo que sería el cielo o, en la cultura cristiana, el Altísimo. Por otra parte, la fragilidad aparente y forzada de las costumbres arquitectónicas del gótico también en esta obra están definitivamente presentes. El cristal, las vidrieras de entonces, son ahora papeles en capas superpuestas para intentar doblegar incluso el aire, no ya el viento, que sería imposible. Quizás fuera el gótico un momento de gran espiritualidad en contraste con la fiereza, la crueldad y las injusticias de un momento histórico, el medieval, más cerca del instinto que de la razón.

Construir en el interior de lo ya construido, edificar dentro de un edificio tan especial y definido como un horno, supone sin embargo una voluntad de cambio radical, de provocación, de contraste y sólo en cierta manera, también de diálogo. El horno es un edificio con una cúpula semiesférica que por consistencia, rudeza y opacidad recordaría más al románico que a ningún otro momento de la historia de la arquitectura. Incluso su tamaño nos haría pensar más en un período prerrománico que en un románico tardío. En ese entorno, Joan Cortés ha diseñado un tipo de escultura-instalación-construcción que ensalza valores benévolos, que nos habla de un ideal optimista y luminoso.

En este sentido, su obra es más oriental que occidental porque no representa un edificio, un crucero gótico, sino que Es un edificio. No representa una idea, Es una idea. La idea de construir un edificio con papel verdaderamente esbelto y por tanto, próximo a lo que entendemos por espiritual implica en sí misma una intención subversiva y trasgresora propia de una poesía absolutamente comprometida con la estética.

Fernando Francés