martes, 8 de mayo de 2007

ESPECTROS EN LA CIUDAD

EDITADO EN EL CATÁLOGO DE LA EXPOSICIÓN

Desde el principio de los siglos el hombre estuvo preocupado por representar iconográficamente no sólo su propia imagen sino también sus hazañas, sus costumbres y su idea del mundo, -tanto el natural como el que, tras su intervención, iba reinventando-. El hombre magdaleniense de Altamira concebía la representación como el vehículo propicio para acercarse a lo sobrenatural, a aquello sobre lo que él deseaba influir y escapaba a su control. Indudablemente, las Venus de Willendorf, Lesplugue, o Lascaux son la mejor representación del concepto de lo humano que podíamos imaginar. Sin embargo, el hombre prehistórico jamás pensó que además de pretender una mejor caza o una mayor y sana fertilidad, estaban creando arte.

El hombre, en su deseo inexorable de entender el mundo, ha profundizado continuamente sobre sí mismo, sobre el papel que juega en el universo y el modo de actuación en él. Pero a medida que el pensamiento humano ha evolucionado también se han transformado profundamente sus preocupaciones; hasta el punto que desde una perspectiva contemporánea tiene más sentido hablar de reflexión sobre el propio pensamiento, sobre la evolución, la naturaleza y la causa de la acción humana. Esto tiene que ver no sólo con aspectos formales sino con lo estrictamente sociológico. Es por ello que ahora interese de forma especial a muchos artistas asuntos como la enfermedad, la guerra, las emigraciones o las relaciones que se establecen entre el hombre y sus propias obras. Estas variantes inciden directamente en el devenir del hombre en la historia pero también influyen significativamente en la propia evolución del arte. Es preciso tener presente que el pensamiento no ha sido pionero en estas reflexiones y preocupaciones, en aquella antigua búsqueda de lo no comprendido, sino que ya interesó al hombre primitivo. El arte ha sido históricamente y aún hoy sigue siéndolo, vanguardia absoluta en los avances ideológicos que el hombre ha ido superando a lo largo de los siglos; entendiendo ese concepto de “superación” como comprensión del mundo y aceptación de nuestra propia realidad.

Miope sería el artista actual que obviase la presencia de lo humano o la necesidad de trascender lo conocido para profundizar en la aventura de lo que, aún pareciendo evidente, alberga gran parte de los misterios del universo. Quizás, aún reconociendo una duda razonable, deberíamos consensuar que el mayor de todos estos misterios sigue siendo, como antes de la historia, el hombre y sus funciones en el mundo. Éste es, indefectiblemente, uno de los grandes asuntos que el artista puede y debe explorar. Y no está en absoluto agotado pues ello supondría el conocimiento de las respuestas a los grandes y sencillos interrogantes relacionados con nuestro origen, destino y situación actual.

Amador es uno de esos artistas que siguen preocupados por explorar los territorios de lo inexorable. Aquellos lugares donde todavía quedan claves por descifrar. Su principal objeto de reflexión es el hombre, desnudo y solo en el universo. El hombre en sus más simples y vitales formulaciones. No le preocupan sus hazañas, sus rasgos ni sus anécdotas, no le interesan sus vestidos ni sus alhajas, sino su representación: el hombre como símbolo, expresando una realidad compleja y misteriosa. Ésta le obliga a moverse continuamente en límites de creación muy peligrosos, donde el riesgo es una función elemental para seguir decodificando las pistas de lo que definimos humano. Los retratos de Amador responden a esa inequívoca preocupación por destacar las señas de identidad humanas y, al tiempo, por escudriñar diferentes técnicas, gestos y rasgos estrictamente plásticos. Todos los cuadros son efectivamente el mismo retrato del hombre; las formas generales se repiten, pero la diferente manera de resolver cada uno de ellos apunta a las singularidades especiales de cada individuo. Llegar a la exploración del hombre en general y a cada uno en particular mediante la acción artística es algo verdaderamente novedoso, un territorio jamás investigado antes, desde que la historia del arte se interesó por lo humano en su faceta más íntima e introspectiva. Tal relación entre introspección filosófica y resolución técnica es unos de esos lugares perdidos que esperan, durante siglos, una mente curiosa capaz de perderse sin brújula para encontrar un tesoro.

El hombre se presenta en la obra de Amador sin rasgos definidos. Se trasforma en una apariencia absolutamente minimal, esquemática y simbólica dando pues mayor importancia a la representación que a su propia realidad, a lo que verdaderamente es. El uso habitual de resinas en estos trabajos ayudan a evidenciar una idea abstracta de lo humano, contribuyendo en esa necesidad del artista por mostrar los misterios que aún oculta el hombre para el hombre. Las imágenes son espectros que surgen de la resina y que, con diferentes apariencias formales y gestuales, se nos aparecen flotando en una atmósfera etérea y sutil. La idea del hombre identificado, retratado, se presenta sin evidencias, poco clara. Es más bien un reflejo de una realidad, que trasluce una sombra que impide un conocimiento y visión perfecta de la misma. El hombre retratado surge como un fantasma que flota en el espacio acotado del cuadro, esperando desaparecer al intuir que lo han descubierto; y semejando aquellas imágenes oníricas vagamente recordadas tras el sueño profundo. Sabemos que son, que han existido, pero somos incapaces de formular una definición adecuada.

Pero Amador, en su diaria y osada aventura, no se ha limitado a investigar al hombre como actor privilegiado de este gran escenario llamado universo, sino que en sus últimos trabajos le ha preocupado centrar la imagen que él tiene del hombre en el entorno de su creación. Hombre y ciudad como emblema y ejemplo de génesis humana, pero que al tiempo de crearlos, escapa a su control. Cabe el peligro de que el hombre, en su inmensa ambición, destruya el mundo que le ha sido donado o, en el mejor de los casos, lo construido y creado le destruya a él mismo. Esta relación entre creación y creador, entre hombre y ciudad es pues el último trabajo de Amador y, en esta exposición es la primera vez que pueden verse reunidos un grupo significativo de estos trabajos. Son precisamente las grandes ciudades como Berlín o Nueva York las que han cautivado y conmovido al artista mallorquín. Las que han sugerido sus reflexiones sobre la grandeza de la ciudad y, por extensión, sobre importancia del hombre. Estos son algunos de los trabajos artísticos que más me han impresionado en los últimos años. No tanto por el tema o el nivel de la reflexión cuanto por la materialización de la idea. Últimamente muchos artistas se contentan con la genialidad de la idea y se olvidan de un aspecto obvio: lo importante que es en su trabajo la fisicidad de la obra de arte, la materialización. Es algo semejante al escritor que se contenta con un magnífico guión, olvidando luego la redacción en una novela o una pieza teatral. O de aquel escritor que una vez se pone a escribir se ve imposibilitado para hacer que sus anotaciones se conviertan en un relato de verdadera entidad creativa porque no controla los parámetros que intervienen en la obra escrita. No sólo es oficio, me refiero a la facilidad con la que Amador controla el medio encontrando en él fórmulas absolutamente originales. Cuando la ciudad surge entre la ligera capa de resinas adquiere una nueva idiosincrasia, una nueva personalidad, una nueva interpretación. Ya no es la ciudad reconocible. La ciudad retratada, se convierte en una ciudad cualquiera donde lo importante es evidenciar las magnitudes, las dimensiones, las perspectivas teniendo presente que el hombre es, en esta coyuntura, una unidad de medida.

La comunicación que se establece entre ciudad y hombre es algo semejante a la que se puede intuir entre el artista y su obra. La ciudad es al ciudadano cual la pintura al artista. Es algo que sobrepasa al hombre y que adquiere una significación y unas cualidades propias ajenas al constructor e incluso a sus habitantes. De la misma manera, la obra de arte ya sea cuadro, escultura o partitura adquiere una vida propia, -ajena a la del artista e incluso a la del espectador-, cuando está terminada. Todos participan de ella y pueden completarla con aportaciones críticas o interpretativas, como en la ciudad, pero indudablemente la obra ha superado, afortunadamente, a quien la hizo posible. Es evidente que existe una cierta vocación “lacanista” (si se me permite este neologismo) pero lo cierto es que hay una gran proximidad entre los problemas relacionados con la humanidad que aborda Amador y esas relaciones que se establecen en su estudio. En esa lucha permanente y solitaria que mantiene el artista con su obra. Hay una anécdota que pone de manifiesto la relación estrecha entre Amador y su obra: en la última feria de Colonia lo vi sufrir amargamente cuando se enteró de que acababa de vender una obra en uno de los stands. El artista padece la separación de la obra porque, de alguna manera, ya no podrá influir en la vida ésta. El artista es en esta relación como el alquimista con sus descubrimientos, sufre y se alegra con ellos mientras los consigue pero sufre si se hacen públicos, si pierden el misterio de lo desconocido. Nuevamente recuerdo la ciudad anónima como las Venus. Muchos hombres han colaborado, muchos han trabajado pero nadie puede firmarlas. Ciudad, Venus y resinas nos trasladan a unas mismas sensaciones, a un mismo espacio de reflexión donde el espectador o el paseante, ya sea en relación con la ciudad o con la obra de arte, tiene la posibilidad de contribuir a la culminación de éstas. Posiblemente éste es uno de los más satisfactorios y gratificantes deseos del artista.

El proceso actual de la mirada de Amador hacia el hombre y de cómo éste se nos presenta en su obra, está íntimamente relacionado con la intuición. Nada se manifiesta de una manera directa. El hombre no se entiende pues como un fotograma elegido arbitrariamente de una cinta cinematográfica donde permanece ingrávido esperando recuperar en cualquier momento toda su realidad. Muy al contrario, se nos presenta como aquellas imágenes de los antiguos cinematógrafos que surgían milagrosamente de la nada. Los últimos trabajos de Amador recuerdan igualmente esos fantasmas de inapreciable contorno que son más fruto del inconsciente que de cualquier realidad factible. El hombre se nos presenta en estas obras como un espectro de luz, como una mancha de compleja definición donde todo parece que se diluirá en cualquier momento. Presente y futuro son sólo circunstancias que recuerdan en todo momento al ser humano que ha existido un pasado en el que el artista aún soñaba con descubrir un camino solitario donde encontrarse a sí mismo, en alguna obra totalmente inédita. Tras haber visitado recientemente el estudio de Amador pienso que él guarda un gran secreto: ese camino donde el tiempo es sólo una anécdota, él ya lo ha disfrutado y lo conoce tan bien como el jardinero maneja los secretos necesarios para que las plantas regalen flores cada temporada.

Sin embargo, no debe pensarse que el trabajo de Amador sólo tiene como objeto esa búsqueda de lo etéreo, de lo que escapa a los márgenes de nuestro raciocinio. En verdad él controla cual alquimista cada paso de su labor. Él conoce casi en su totalidad, tanto en las pinturas como en los grabados y en la mayoría de las esculturas, el resultado de sus esfuerzos. Pero hay una parte de su trabajo en el que intuyendo una idea global existe una amplio margen de inquietud, sorpresa e imprevisión. El alquimista conoce su camino pero busca aquello que desconoce. Sabe de los efectos pero sólo puede intuir los descubrimientos, por eso el hombre ha podido evolucionar hacia lo desconocido. El alfarero conoce como nadie el resultado de su manos levantando el barro pero espera impaciente la acción del fuego en el horno. Nunca sabe con pleno conocimiento lo que encontrará tras la cocción. En este aspecto su trabajo se asemeja al del pastelero cuando, sabiendo los efectos de la levadura, debe esperar a contemplar su obra tras la hornada. El papel de Amador ante su serie “Germinaciones” es semejante a la del pastelero y el alfarero. Como agrimensor que conoce cada palmo del territorio que le es propio, el escultor moldea la tierra para luego sacar de ella un molde del que emergerá posteriormente el hombre. Y nuevamente, pero desde posiciones inéditas, Amador se deja cautivar por explorar los territorios humanos, por conocer esos espacios donde la naturaleza marca sus huella. Artista y naturaleza tallan conjuntamente una idea de hombre. En el principio la leyenda sagrada nos dice que Dios talló un hombre de barro y, sin pretender emular una acción divina, el artista se hace cómplice de la naturaleza para igualmente crear su hombre. Una imagen que, surgiendo del suelo, es fiel espejo de una naturaleza que aún al artista le resulta un tanto imprevisible.

Fernando Francés