martes, 8 de mayo de 2007

ANISH KAPOOR. PATRIA DE SANGRE.

PUBLICADO EN ARTE Y PARTE

En la reciente historia de la escultura contemporánea las intenciones de cada tendencia renovadora han pretendido anular, responder o buscar incluso enfrentamientos directos con los descubrimientos, los hallazgos de los artistas precedentes. Siempre ha parecido y así se ha dado por hecho que para avanzar se debe, como si de un ejercicio freudiano se tratase, anular o matar al padre. El artista del último siglo buscó siempre un camino partiendo de un experiencia semejante a los complejos de Edipo o Electra. Difícilmente podía construir o diseñar algo nuevo sin partir de las cenizas, de la destrucción, de lo inmediatamente anterior. Nunca se hubiese dad el nacimiento sin el parricidio, ni el fin para el desarrollo. La muerte como liberación parecía ser un eslogan en el que existía un consejo muy generalizado. Así los fundamentalismos cerrados fueron marcando los cánones de cada corriente y las tendencias se sustituían normalmente partiendo de cero, reinventando la nada, aunque siempre mirando lo que hicieron los artistas generacionalmente mayores para evitar la coincidencia. El ejemplo de la trayectoria ideológica de la abstracción que ancló sus raíces y orígenes en ciertos principios del surrealismo, como los éste lo hizo desde el dadaísmo, es una experiencia prácticamente sin parangón.

Todos los demás artistas, tendencias y corrientes pusieron un gran empeño en marcar los límites de su territorio para así encontrar señas de identidad específicas. Así el arte pop surgió como una reacción a las tendencias expresionistas y al arte de clase mientras que el arte conceptual lo hizo como reacción al propio escenario de mercado del arte y con la vocación también de alejarse de los principios individualistas de la abstracción, revalorizando la idea por encima de la espontaneidad. Habrá indudablemente un aparente planteamiento utópico semejante al de los futuristas pero que, como tal, dicha ilusión resultó ser un tanto ingenua.

Este breve recorrido por la historia de las diferencias tiene mucho sentido cuando se piensa en la obra de Anish Kapoor, porque a diferencia de lo que ha pasado en los últimos sesenta años, él ha basado su trabajo no en las diferencias, en tratar de buscar un espacio singular marcando las distancias con lo ya realizado, sino todo lo contrario, él ha encontrado su paraíso particular, reflexionando e investigando sobre los aspectos de una escultura y un arte aparentemente ya explorados. Su búsqueda no parte del final de otros territorios, sino que busca nuevos caminos aprovechando sólo aquellos aspectos de otras “exploraciones” que le son válidas. Es por ello que en la obra de Kapoor los planteamientos conceptuales no se oponen a ciertas intenciones espirituales o incluso metafísicas. La variedad y riqueza de las texturas comparte intenciones y objetivos con un planteamiento próximo al minimal art y los avances técnicos, científicos y tecnológicos y no sirven para alejar al artista de una intencionalidad artesana, de una auténtica vocación por la manipulación, de una acción directa y de control del artista sobre el proceso creativo y productivo, sino que la complementa y aumenta sus posibilidades.

La obra de Kapoor es un compendio de elementos que, revelados por su mirada, se convierten en síntesis genuina de algunos de los retos y hallazgos más notables del arte contemporáneo, aunque en su obra pueden apreciarse también signos y huellas que conectan su trabajo y su pensamiento con planteamientos ancestrales de la historia de la cultura y de las civilizaciones. Sin embargo, los ámbitos de investigación y reflexión son siempre recurrentes en la trayectoria artística de Kapoor. La forma, el color, la textura, el material, el movimiento, la tecnología aplicada, son aspectos tan clásicos en el arte como lo son también en la obra del artista.

Los avances tecnológicos y químicos aportan a Kapoor nuevas y continuas realidades sobre las que explorar. Sin embargo hay siempre un hilo conductor que une pasado y presente en los principios conceptuales de su obra. La química y la investigación científica ponen a su alcance nuevos materiales, inéditos en la historia del arte anterior, como la grasa industrial, material que el artista tiñe de color rojo sangre y moldea a partir de una suerte de tareas mecánicas o manuales, que de alguna manera sustituyen el efecto moldeador de las manos del alfarero. Moldes de madera o metal, que generan formas clásicas o absolutamente abstractas y que, iluminadas de forma transversal, inventan o recuerdan otras formas semejantes a los perfiles de una ciudad anónima y nocturna o a objetos abandonados en algún trastero olvidado.

Obras como V Shadow, Negative Box Shadow, Moon Shadow o Dark Brother y recuerdan de manera directa ese trabajo artesano de molde manual y primitivo. Incluso en la obra central de la exposición My Red Homeland, el recuerdo traslada la memoria del espectador a los molinos de masa de harina de los panaderos o a los amasadores de arcilla de los alfareros. Batidoras intimistas y obsesivas que amontonan los restos de su pisada en los márgenes perimetrales del recipiente como residuos de una actividad mecánica y artificial como son los de batalla encarnizada y sangrienta. De la misma manera el eje lento pero incansable de My Red Homeland construye un muro de restos de grasa en un proceso de infinita retroalimentación, dibujando en el espacio el perfil irregular de un paisaje onírico de infinitos significados.

Los planteamientos formales aparentemente minimalistas de Kapoor se intelectualizan y transforman igualmente con la contaminación de otros elementos que aportan a la forma una textura y color que aportan un componente más cálido y táctil. Una conexión con aspectos que lejos de ser meramente formales profundizan en valores más propios del expresionismo abstracto y por tanto del sentimiento y del gesto, de la caligrafía y de las señas de identidad del artista. Es en esas texturas del material donde el artista evidencia ciertas claves de autodefinición, donde se autobiografía y donde expone sus códigos. La textura se presenta como un invento a modo de artificio que ayuda a descodificar el misterio. Lejos de hacerlo más complejo hace la función de vehículo de conexión entre el espectador y el artista. Algo semejante ocurre con el color que actúa como un código de lectura, como un sello de identidad que contribuye a definir sus parámetros estéticos. El color es un compromiso con su actitud vital, con su modo de entender el arte y la propia vida. Imprime su carácter personal, su impronta, su voluntad. Los rojos, amarillos, azules o negros crean un escenario de sensaciones profundas e intensidad verdaderamente sublime y espiritual donde el orden y la armonía se someten al dictamen del misterio.

Fernando Francés