martes, 8 de mayo de 2007

AMADOR. CRATERES HUMANOS.

EDITADO EN EL CATÁLOGO DE LA EXPOSICIÓN

La preocupación por lo humano ha sido durante siglos una de las causas más presentes del hecho artístico. La visión del hombre y las múltiples representaciones ideadas por los artistas nos han posibilitado el acercamiento no sólo a la forma de vida de nuestros antepasados, sino también y muy especialmente, a cómo se vieron a sí mismos, a la idea que tuvieron de lo humano e igualmente, por extensión, a la idea que crearon sobre lo inexplicable. Los conceptos desarrollados sobre lo terreno y humano y lo sobrenatural y divino, se han mezclado desde el hombre de Altamira hasta nuestros días, diluyendo márgenes posiblemente ilusorios pero en realidad presentes desde el punto de vista de la evolución cultural.

En gran medida esta compleja dicotomía es objetivo de toda la obra de Amador, uno de los artistas españoles más conocido y prestigiado en países como Alemania y que sólo en los últimos años ha despertado un interés por la crítica, las galerías y los coleccionistas españoles. Es algo a lo que deberíamos estar acostumbrados, pero tales injustificados despistes ponen de manifiesto una cierta desconexión existente entre los circuitos artísticos españoles y los internacionales y, un desconocimiento de lo que acontece en el exterior.

La obra de Amador ha sido en los últimos diez años un proceso ininterrumpido y constante hacia una reflexión metafísica y espiritual de lo humano, no sólo como concepto histórico y narrativo, sino como vehículo para descifrar ciertos misterios que en otros momentos incluso pudieron haberse considerado herejes. El hombre se presenta en su obra como un ser individual, difuso, encadenado a un tránsito temporal muy limitado. De alguna manera subyace un sentimiento manriqueniano, triste y pesimista de la aventura terrena que el hombre está obligado a vivir. Hay en su mirada un filtro derrotista que induce a pensar que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero al tiempo su obra conlleva, como no podía ser de otra manera, un punto de fuga y escape que evita la locura y el abandono y que estimula la lucha e ilumina un hipotético futuro.

Aquella frontera entre la representación humana y su aproximación a lo divino que sugieren esas cabezas, retratos anónimos, que flotan en una atmósfera difusa, sugieren igualmente un reencuentro del hombre con esa parcela desconocida de su íntima constitución que convencionalmente se ha denominado alma pero que en un discurso más coreográfico o cinematográfico se podría calificar de espíritu. Amador ha paseado siempre en ese filo de la navaja, peligroso y resbaladizo que delimita la tierra del espíritu, lo tangible de lo imaginario o lo acotado de lo infinito. Sus pantallas hablan de ese espacio donde el tiempo se detiene y donde la materia se diluye en imágenes espectrales que invitan al espectador a vagar por sueños alicianos. Pero ahora esas mismas atmósferas que antes se presentaban planas, abiertas y opacas se tornan más íntimas y complejas. Parecen bañadas por nubes, olas y nevadas. Hay una mirada cómplice con la naturaleza que reinventa un escenario para esos espíritus que ayudan a redefinir la idiosincrasia de lo humano.

Este aspecto terrenal trasciende, en las esculturas de Amador, lo puramente simbólico. Existe en el procedimiento un paralelismo con aquella tarea de Dios al esculpir el hombre. En aquel momento la leyenda nos dice que la obra estaba hecha, que lo más complejo era una realidad. Algo semejante ocurre con la tarea del escultor. Escarba la tierra hasta construir una hornacina en forma de momia sin detalle, anécdotas o signos que la identifiquen y la confieran una personalidad diferenciadora. Amador está más interesado en las referencias a lo humano que en los apellidos.

El cráter funciona como un molde de reproducción donde el artista vierte en un ejercicio lacónico y controlado los líquidos que darán y dibujarán la forma. Luego tras el paso del tiempo, se produce el movimiento de fuerza violenta que arranca a la tierra su hijo. Esta cesárea a la tierra da a luz una representación del carácter humano insólito y cálido. Una imagen que mantiene la huella de la unión con la tierra y los restos de una separación traumática. Hay siempre en este proceso creativo un rito escénico y ceremonial que confiere al mismo una dosis de credibilidad realmente convincente. Este proceso singular tiene igualmente un evidente componente vivencial y autobiográfico que tiene sus orígenes en las propias costumbres históricas de los isleños. El amor por la tierra y el deseo de su propiedad y dominio subyace en este límite metafísico que posibilita que los espíritus se conviertan en humanos y éstos, en ocasiones, sueñen con ser dioses.

Fernando Francés